Sonrisas en el aire

Todos las primaveras lo mismo: para ella una fiesta secreta y para aquellos dos una gran frustración. Meses antes, el espectáculo era para cualquiera que pasara por al lado de la mesa antigua del rincón: pequeños pimpollos asomándose entre el verde espeso para luego convertirse en señoras flores con pétalos cuidadosamente planchados y encerados. El aroma intenso pero a la vez sutil inundaba la casa de sonrisas y todas las mañanas, cuando el reloj marcaba las diez, un rayo de luz se atrevía a acariciar cada uno de sus pétalos reflejando en la pared una fiesta de colores. Pero en esa época del año ya nadie le prestaba atención. Los pocos rastros de diva desgastada generaban en los espectadores desprecio y los aplausos de pie eran trasladados al maravilloso paisaje del jardín. El sol ya no se sentía a gusto de bañarla y la vida se volvía de un insoportable color marrón chamuscado. Pero, a pesar de la tristeza infinita que sentía, no le interesaba dejar de causar sensación: ella tenía el privilegio de ser la hija única y malcriada durante los meses grises. Ahora ni todos los ojos juntos de la familia multiplicados por dos podían llevar la cuenta de cada brote, cada pimpollo nuevo de cada ser viviente del jardín. Eso era lo que más disfrutaba, ya volverían los días de gloria, porque siempre regresaban.

Ya nadie admiraba su belleza bien escondida excepto la niña de la casa. A ella no le interesaba que los pétalos moribundos entristecieran aún más aquel rincón luminoso pero olvidado por esos tiempos. En realidad, eso era lo que más le divertía: ningún integrante de la familia pasaba por allí a propósito para reverenciar su belleza, solo ella jugaba a su alrededor sin que alguien le dijera que se corriera del camino. La fiesta era algunas veces silenciosa, otras veces con música de fondo, muchísimas acompañadas de bailes, dibujos y por supuesto de su muñeca. Sin dudas era su espacio favorito de la casa, podía pasarse horas contándole cuentos, llorando desconsolada por algún reto, dibujando monigotes, cielos, flores, paisajes y garabatos de conversaciones telefónicas.

Por supuesto que el tiempo pasó para las dos pero eso no impedía que ella le regalara miles de sonrisas cada vez que se acercaba: primero mostrando sus pequeños dientes, alguna vez con ventanitas, otra vez con dientes chuecos, varias veces con aparatos, hasta por fin llegar a la más reluciente y plena de todas. Y la primavera siempre volvía para ellas.

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Es primavera sí. Afuera las ranas croan y las flores silvestres invaden cada rincón del jardín. Adentro la casa sigue teniendo la misma luminosidad ¿Pero por qué acá no se nota que es de día? La maceta está vacía, ni siquiera hojas marchitas quedan. Al mirar hacia atrás descubro que el sol entra por esa pequeña ventana. Solía estar cubierta con cortinas color pastel. Ahora es solo un marco con vidrios rotos.

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La niña no era la única que no le quitaba los ojos de encima. Ellos hacían una observación silenciosa, obsesiva, pero sobre todo desde lejos: hasta allí solo llegaba un hilo de aroma, solo una pequeña parte de ese espectáculo de colores. Desde allí se podía ver nada más y nada menos que una silueta sonriente y saltarina que la acompañaba a sol y a sombra, que cubría su objetivo con un espeso pero invisible manto de buenas intenciones.

Pensaban que no se merecían eso, que el esfuerzo tenía que retribuirles algo algún día pero no era justo que cada primavera pasara lo mismo: para ella una fiesta secreta y para ellos dos una gran frustración. Claro que para ellos también habían pasado los años, su malhumor creciente y sus canas evidenciaban cada rastro del transcurso del tiempo. Ya se habían acostumbrado a la vida en el angosto pasillo, a las noches de tormenta. Ya no le tenían miedo a que los descubriesen, habían aprendido a e escabullirse muy bien de los perros, de los dueños de casa, de los vecinos. Sabían proveerse bien de alimento, refugio, abrigo. A pesar de su frustración, conocían su mérito y era no haber sido descubiertos por tantos años. Un día se dieron cuenta de que nunca conocerían de su existencia. Pero ¿qué les importaba eso? ¡Si nunca habían podido llegar hasta ellas! Siempre mirando desde afuera, desde la única parte inmunda de la casa. Porque nadie se hubiera imaginado que detrás de esas caras de felicidad se guardaran tantos cachivaches inservibles, tanto recuerdo inútil. Pero ellos dos habían elegido esa manera silenciosa y poco eficaz de llegar hasta allí y debían sufrir las consecuencias de su decisión.

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Se cuelan entre los vidrios rotos enredaderas en busca de humedad. Nunca me gustó esa ventana. Es decir, no la ventana en sí porque es común y corriente, quizás un poco más pequeña y elevada que las demás. Siempre me inspiró desconfianza. No podía ver qué había detrás de ella y después, cuando ya tenía la altura para hacerlo, me tomé por costumbre no mirar por miedo a lo que podría encontrar. ¡Qué ingenua fui! Si sólo hubiera sido más curiosa, si sólo le hubiera prestado más atención a cada rincón. Pero claro, ella siempre me demandó todo mi tiempo y su espacio.

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Detrás de su maléfico plan se escondía una antigua vida dedicada a la ciencia. Uno de ellos, grande como un ropero, con la barba crecida y pelos blancos algo despeinados había descubierto un día que una antigua especie vegetal podría curar aquella enfermedad que en algún momento aquejaría el futuro de todas las personas. El otro, algo más joven, pálido y escuálido se había convertido en su discípulo hacía ya unos cuantos años. No corría maldad por sus venas, pero sus acciones muchas veces demostraban lo contrario.

Fue una linda tarde de primavera el día en que la comunidad científica entera les había dado vuelta la cara para siempre. Ese día comprendieron que les esperaba el loquero o el exilio. Optaron por lo segundo porque les permitiría seguir su guerra por lo menos de manera silenciosa.

Perdieron todo buscándola: sus familias, su prestigio, sus laboratorios, sus trabajos. ¡Qué iban a hacer! Alguna vez también trataron de ridículos a los que hoy tienen en un pedestal. Ellos estaban cerca, tenían enfrente el último ejemplar de la especie y a pesar de que les estaba costando caro, algún día lo lograrían, solo los apuraba una vida totalmente olvidada por los demás.

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Este silencio mucho más que mudo me desorienta, sin embargo, reconozco cada rincón que me vio crecer y de ellos salen, como tímidamente, recuerdos que, uno tras otro, vuelven de un salto a mi mente. Todos hacen ruido, se pelean por ser los primeros, pero, sin embargo, hay uno que sobresale del resto. Nunca pude evitar sacarme los zapatos sobre el piso de madera del cuarto, ahora tampoco puedo evitar correr hacia esa esquina y levanto con esfuerzo la madera hasta que allí la descubro, bien escondida.

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Al principio de ese año entendieron que si querían raptarla tendrían que llevarse a las dos, sino nunca lo lograrían. Les dolía tomar esa decisión porque no corría maldad por sus venas. Pero si no se atrevían a hacerlo pasaría igual que todas las primaveras y el discípulo decidió acceder porque vio en los ojos de su maestro el desaliento de un niño que una vez más no consigue que le regalen su bicicleta para navidad, se dio cuenta de que esta vez no lo soportaría.

Eran años enteros de planearlo, pero claro, la primavera lo arruinaba todo. La fiesta solitaria comenzaba con su llegada, su objetivo y la niña no se despegaban. A pesar de que el rincón entristecía toda la casa, de que el marrón de las hojas afeaba su aspecto y del olor ya nauseabundo ella no dejaba de sonreírle, de bailar con los brazos hacia arriba con su muñeca. No paraba de reírse a carcajadas en el suelo y volverse a parar para seguir moviendo su vestido y su juguete al compás de alguna música. Sin dudas no corría maldad por sus venas porque, a pesar de no entender esa actitud extraña, este espectáculo los hacía desistir de su tarea año tras año. Pero esta vez sería distinto, se las llevarían a las dos, para que sufran menos.

Tal como lo planearon, fue distinto, la niña convertida en esa persona que alguna vez le había confesado que quería ser ya no reía por esos rincones. Al parecer, sus reverencias estaban ahora dedicadas a descubrir cosas que le asegurarían una risa eterna. Fue ese el momento en que se dio cuenta de que esta vez los pimpollos no tendrían fuerza para asomarse por entre el verde espeso. La felicidad eterna de su ángel guardián le costaría su definitiva tristeza. En algo se había equivocado: los días de gloria ya no regresarían más.

Ellos no podían dejar de mirar sorprendidos y desorientados desde la ventana. Quizás todo sería mucho más sencillo de lo que esperaban, ahora solo tenían que raptar a una de las dos porque la otra había decidido fugarse por cuenta propia. Pero nada fue diferente a los demás años y quizás esta vez, sin siquiera imaginarlo, con la primavera llegaría su derrota definitiva.

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¡Qué linda es! Sus trenzas de lana siguen intactas y tiene puesto su vestido favorito. No recordaba que pesara tanto, al abrazarla siento pinchazos y vuelven los recuerdos a atormentarme como un remolino. ¡Qué alboroto insoportable y desconcertante se armó ese día! Los veo como si estuvieran acá, ahora: esas dos caras pálidas, desgastas por años duros y con rencor que le corría por las venas. Cierro los ojos y los puedo observar con más claridad, escucho sus gritos diciéndome que no me preocupara, que solo se la llevarían a ella por el bien de la humanidad.

Los corro, me corren, pero ¿quién es ella? ¿A quién se querían llevar? Ahora el recuerdo se hace más confuso, molesta, es triste. Me doy vuelta y finalmente la descubro, entiendo que ya el sol no pedirá nunca más permiso para acariciar sus pétalos, ya ni se parecen a los restos de una diva desgastada. Y después de todo eso, viene más confusión: los hombres que se llevan lo que queda de su cadáver, más gritos, se escapan, no quiero saber de ellos y finalmente nuestro exilio. ¡Cómo pude descuidarla así!

La niña que fui o yo tira o tiro con bronca a la muñeca. De ella salen como explosivos saltarines cientos de miles de semillas y todas ellas juntas forman el recuerdo de aquellas fiestas solitarias: es primavera, vuelvo a bailar mientras las recolecto del suelo y siembro carcajadas eternas en todos los rincones. Al final ella tenía razón: los días de gloria vuelven, siempre regresan.

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