Sólo la historia de un enredo

Mientras recita su canción favorita, salta la cuerda una y otra vez por el caminito que la lleva hacia la puerta. Cada mechón del pelo lacio y largo hasta la cintura salta al compás de sus melodías y se alborotan al sentir las ráfagas de viento seco que viene del norte. Por fin sus pies la llevan a la casa y apenas entra ve la nota. “Buscá el vestido que tanto te gusta, desenredate el pelo y peinate con una trenza cocida. Vamos a lo de la tía, yo salí a buscar a la abuela, enseguida te paso a buscar. Mami”.



Repasa en cada paso sus tres deberes “vestido, desenredarse y trenza, vestido, desenredarse y trenza...” El vestido es cosa muy sencilla, sin darse cuenta, está dando volteretas con su cuerpo y hace remolinos de viento que acarician el aire con su pelo, sí, al parecer, algo enredado. Toma y mira el peine verde un poco desganada ¿por qué para ir a lo de la tía Rosa tenía que desenredarse el pelo, si así estaba perfecto? En fin, tiene que seguir el segundo cometido de la notita. Con mucho optimismo, sujeta con fuerza el peine con su mano derecha mientras la izquierda tira para el sentido contrario los cabellos, comienza a deslizar el peine hacia abajo pero al parecer no quiere avanzar, o lo que es peor, no lo dejan. Cada pelo que había volado al compás del viento terminó enmarañado, rebelde, inseparable y ahora la fuerza de sus cinco deditos no llegan a controlar un peine que tampoco puede sacar para empezar de nuevo. De un tirón quita el peine de la sucesión de nudos y endereza el cuello con entereza para retomar su tarea con más firmeza. Nunca la había hecho sin la guarda de alguno de sus padres. Piensa en eso y las manos le sudan, el peine se resbala, cómo la habían dejado sola en este suceso tan importante, pero esta vez logra llegar hasta la mitad con pequeños saltitos y menos fuerza. La mano derecha sigue sudando y agarra con decisión el peine, pero la izquierda está como despreocupada, no toma cartas en el asunto, solo el cuello ayuda forcejeando en el sentido contrario una y otra vez cuando el peine a tirones va separando cada nudo.



Los mechones de adelante ya están lacios como una seda, pero queda lo de atrás y su cuello comienza a debilitarse, como queriendo darse por vencido, como cansado de tironear y ser soltado cada vez que el peine y la mano sudada deciden tomar un descanso sin aviso. ¿Quién la mandó a secarse el pelo al viento, quién? Pero eso no es lo que más le da bronca, le comienza a molestar la idea de que no están para ayudarla. En fin, el cuello no quiere colaborar, se declaró en huelga, se cae, se vuelve cada vez más torpe. Eso sí, ahora se le arma la podrida al holgazán brazo izquierdo: para peinar los mechones de atrás debía permanecer con el codo hacia arriba y con los dedos sujetando fuerte cada mechón hasta que la mano derecha terminara con los nudos. Pero se le está yendo la mano, sujeta con tanta fuerza un gran mechón de pelo que obliga a mover la cabeza hacia atrás, que ella piense por qué tantos nudos y tanta soledad, que sus pies decidan dar la vuelta para mirarse en el espejo, y que tropiece con la alfombra. Sentada en el suelo y por segunda vez, retoma la tarea. El peine mojado de sudor se había desplomado lejos, por eso, y a pesar de su competencia constante, las dos manos terminan con desgano pero con eficacia la erradicación de nudos rebeldes.



En este momento queda lo más divertido y ya se le ve la sonrisa en la cara. Prepara con sus escasos deditos primero dos y después tres tirantes mechones de pelo justo arriba de la frente. Los derechos agarran como una pinza dos y los holgazanes izquierdos solo uno, y así comienza: el mechón izquierdo sobre el derecho, movimiento de muñeca derecha y ahora derecho sobre izquierdo. Pero justo cuando va a agregar otro manojo de pelo, porque no nos olvidemos, es una trenza cocida, se da cuenta de que sus dedos habían quedado atrapados en las redes de la trenza y jugaban a la escondida entre rendija y rendija, pero a sus brazos no le hace ninguna gracia. Justamente necesita bajarlos porque hay una cosquillita de dolor. El gran problema es que si hace eso pierde lo que ya logró. Pero los dedos parecen no hacer caso a este asunto y siguen su fiesta entre el pelo que ahora patina y por qué la dejaron tan sola en este momento. Con gran delicadeza, a la vez decisión y sacando un poco la lengua logra dejar que su brazo izquierdo se desplome como una bolsa de papas, mientras la mano derecha, que ya no sudaba pero temblaba, no de miedo, ni de frío, sino de dolor, intenta que la trenza siga en su lugar. Ya está subiendo nuevamente el brazo izquierdo y sigue con la tarea, superpone mechón sobre mechón, casi de memoria: izquierdo sobre derecho, movimiento de muñeca derecha y derecho sobre izquierdo, dedos rebeldes entrelazados, descanso de brazo izquierdo y seguimos. Se saltan algunos puntos, se distrae en algunos pasos, se cansa el brazo derecho pero llega al final del cabello. Ahora sí la sonrisa es plena, coloca las puntas dentro del lazo, da una, dos, tres vueltas y ¡de nuevo un dedo caprichoso! Quedó atascado adentro del lazo, este obviamente que tampoco tiene mucha intención de dejar a su presa. El dedo está colorado de que no pase la circulación. ¡Es lo único que le faltaba! ¡Un lazo asesino de dedos! Forcejea, sin hacer mucha fuerza, tironea, piensa la forma de desatarlo, el cuello no quiere seguir, la mano izquierda se rebeló al parecer para siempre y por qué la dejaron tan sola justo en este momento. Solo le queda darse vuelta. El espejo refleja lo que para ella es el peinado más perfecto, y qué importa que la habían dejado sola, y qué importa el dedo atascado. Es en este momento cuando su sonrisa es plena de verdad, cuando el mal humor se convierte en carcajada, cuando por fin sola decide que es divertido estar enredada.

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