Tormenta de ideas

Hubo un instante durante esa tarde lluviosa de otoño en el cual la idea pudo estirar las patas en ese escenario gris y desfilar su piloto color fluo, reluciente, impactante, reconfortante. Pero el viaje fue largo y cuando la tarde se convirtió en noche ella se transformó de mi idea más brillante al mayor de mis problemas. De un momento a otro, así como apareció, pudo rápidamente escabullirse entre el tumulto de camperas mojadas. Mi mayor incertidumbre era no saber si se había quedado ahí escondida, en el escenario sobre ruedas, repleto de cansancios, vacío de esperanzas aparentes e inundado de una contaminación sonora que me impedía pensar en algo que no fuera ese repertorio de melodías pegadizas, o si simplemente se había ido volando aterrada por el contraste de la situación.

Esta era la foto: ella fugada, y yo allí, encerrada queriendo salir a pegar carteles de “se busca: se ofrece recompensa”, apenada por su partida. Otra vez me pasaba lo mismo: allá arriba estaba segura de que existía una tormenta de ideas, remolinos de frases contradictorias y una guerra de palabras sin sentido pero, a pesar de eso, mi mano solo dibujaba garabatos, tachones, palabras feas, nombres. Allá arriba, un baúl lleno de contextos, personajes, lugares, olores (todo lo que necesitaba menos la idea fluo que cantaba frases complejas y a la vez concretas en el colectivo) y allá, bastante más abajo, sobre el suelo un cesto empalagado de bombones de papel rellenos de tinta azul.

De un momento a otro llegó el silencio, no se oía el concierto de las gotas sobre las tejas ni el ruido de los autos que frenaban en la esquina. Empecé a escuchar solo sus canciones que aturdían a pesar de que estaban dichas en secreto. Antes de darme cuenta de su presencia, saltó desde la ventana y comenzó a hacer equilibrio en los renglones de la hoja. La musiquita seguía pero yo estaba inmóvil. Ahora chapoteaba en los tachones mientras manchaba cada vez más su piloto fluo de pintitas azules. ¡Esta vez no se me iba a escapar! El silencio artificial del ambiente me ayudó a hacer un movimiento de matamoscas para así poder llegar a encerrarla entre mis manos. Pero ella era rebelde, no soportaba la idea de inmortalizarse en el papel, se resistió tanto que pudo escabullirse entre mis dedos abriendo sus alas y trepando, luego, velozmente por una de mis trenzas, para por fin llegar a la cima. Fue en ese instante en el que se dio cuenta de que había cometido el mayor de sus errores, debía reconocer la derrota: había llegado a mi cabeza, yo contenta porque al fin había podido encontrar la figurita difícil del álbum y el cesto agradecido por haberse evitado otro frecuente ataque al hígado.

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