¿Más vale malo conocido que bueno por conocer?

Desde chico le llamaron la atención las luces. Pero por esos años los días se habían vuelto oscuros y duros. El terror de la población hacia lo iluminado había producido una ceguera masiva. Generó que ya no se aventuraran a mirar más allá de sus sombras. Pero para él las consecuencias fueron más severas que para el resto: una profunda pobreza y tener que practicar de contrabando el arte de cambiar y prender lamparitas. No entendía cómo se podían perder todo eso. El problema era que al hacerlo a escondidas, él tampoco podía descubrir mucho: solo unas cuantas miserias, muchos trapos sucios y si tenía suerte, alguna pepita de oro. En fin, era el mundo en el que le había tocado vivir y hasta ya había hecho amigos y todo.

Una noche (es decir, cuando todos dormían, porque allí siempre era de noche) se aventuró a salir con su linterna a buscar bichitos de luz por las praderas azules. Pero de repente, y como en seco, la linterna dejó de funcionar. Algo fuera de lo común ocurría. No tenía miedo porque estaba acostumbrado a la inseguridad constante de la oscuridad y sin embargo, escuchaba el latido de su corazón tan fuerte como cuando alguien lo asecha en silencio. Un instante después, esa incertidumbre se convirtió en una luz tan clara con la que podía ver todo pero en realidad no distinguía nada. Alguien lo llamaba en un idioma que no entendía, había una especie de puerta, y dentro de ella una especie de persona. Su vista lo engañaba, sus oídos también, pero siempre le gustaron las luces y ese hallazgo era mucho más que el mejor de los diamantes. Mientras tanto, atrás todo estaba igual: seguían ciegos, sin registro de lo que pasaba. Él confiaba en su pasión y a la vez, anhelaría lo que dejaba, pero no pudo resistirse a dar un paso adelante para curiosear acerca de eso que tanto lo asombraba. Quién dice, quizás haya encontrado no solo la abolición del arte de prender lamparitas sino también algunas otras nuevas luces de colores.

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