Estamos invitados a tomar el té

Cuando pienso qué imágenes recuerdo acerca de la merienda en mis ratos de infancia, tres recuerdos se aparecen en mi mente, los tres al mismo tiempo, los tres tienen colores, olores, significados diferentes, pero no puedo elegir uno solo. Es curioso que el primero de ellos sea el que está más lejos en el tiempo. En las vacaciones de verano no faltaban nunca las visitas a los abuelos. A veces ayudaba a la abuela en el negocio, otras me sentaba a repicar en el laboratorio con el abuelo, pero en realidad la mayor parte del tiempo lo pasaba en la casa acompañando a mi bisabuela, mi nonna Cristina. Ella, a las cinco de la tarde, ponía a calentar el agua para hacer mate. No podía hervir porque eso significaba que había que calentarla de nuevo. Más de una vez me dejó a mí a cargo de esta tarea pero finalmente desistió porque yo no entendía, y aún no entiendo, cuál es la diferencia entre agua caliente no hervida, y agua hervida con un poquito de agua fría. Unos minutos más tarde, me asomaba a la ventana: papá venía caminando desde el cultivo y se escuchaba el ruido de las llaves del abuelo cada vez más cerca. Los cuatro nos sentábamos a tomar mate en los sillones de madera de la galería mirando el jardín. Las chicharras sonaban, el calor obligaba a la nonna a usar sus abanicos, los tres grandes hablaban cosas de adultos (probablemente papá y el abuelo de trabajo o el abuelo comentaba lo “espectacular” que estaba alguna planta del jardín) y yo no me aburría. No sé por qué me gustaba estar ahí, pero no me aburría. Quizás porque nadie me obligaba a tomar la chocolatada que tanto odié y odio. Quizás porque no tenía que compartir las galletitas más ricas con alguno de mis hermanos o primos. Después de eso, el abuelo volvía al laboratorio y papá me hacía preparar las cosas para irnos. La nonna me despedía con un ”Adiós, Merceditas” y algunos de esos caramelos de menta rellenos con chocolate. Y era nada más que eso, media hora o quince minutos.
En el invierno las meriendas tenían olor a la leña de hogar o salamandra entremezclado con el del pan tostado. Algunas veces el sol casi completamente escondido avisaba que era hora de dejar de jugar afuera para descongelarse un poco las manos. Otras veces, cuando había mucha tarea, escuchar el tintinear de las cucharas en los vasos o tazas era razón suficiente para dejar todo para el día siguiente. Por lo general, mamá realizaba la fastidiosa tarea de corregir pruebas sentada en la mesa del comedor mientras nos tomaba las tablas, repasábamos las tareas o hablábamos de algo. Era común que me asombrara cuando ponía una nota menor a cuatro (“es una de esas seños brujas”, pensaba para mí). Había peleas cuando la tele estaba encendida: si ganaba Tomás veíamos a los gritones de Dragon Ball o los fastidiositos de Pokemón, si ganaba yo, veíamos Chiquititas o Pulgas en el 7. Si nos poníamos de acuerdo, quedaba Tom & Jerry o la Pantera Rosa, y si no, se terminaba la discusión a la fuerza con un “o se ponen de acuerdo o no la ven ninguno de los dos”. La apagaba y se prendía la radio con algún cassette con canciones de María Elena Walsh, Daniela o Cuentopos. De esa época quedaron las infaltables e intocables vainillas con chocolatada de Tomás y las chocolinas con mucho dulce de leche.
Pero casi sin dudarlo puedo decir que las meriendas más divertidas fueron las del verano. Nos pasábamos toda la tarde en la pileta con los primos. Tarde de Marco Polo, competencia de buscar añillos buceando, haciendo verticales en el agua. “El agua trae hambre” dicen las abuelas y las madres. Es por eso que llegaba un momento en que la tía Fabita apoyaba el sudoku o la novela que estaba leyendo en el pasto, mamá dejaba las agujas y el hilo a un costado: presentían que se venía la avalancha. Eran catorce manitos arrugadas comiendo o devorando alguna rosca de reyes, algún biscochuelo o masitas de la abuela, algunas cuantas galletitas dulces. Los varones hacían un par de payasadas y chistes, mamá sacaba alguna foto, la tía nos hacía galletitas con mermelada casera que por lo general me comía yo porque me encantan (gracias a eso me gané ser la primera candidata en probar y recibir un frasco de mermelada de zarza mora cada verano). Las toallas enchastradas con dulce de leche eran signo de que habíamos terminado. Si hacía mucho calor, volvíamos a “la pile”. Sino, nos dispersábamos en grupos: ellos jugaban a la pelota, nosotras nos desenredábamos el pelo y sacábamos los disfraces de baúl.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
La ternura de los recuerdos compartidos y recreados....cuanto valor inmensurable...y que intensidad los recuerdos ligados a la comida...y las presencias.. Me gustan mucho!!!!
Mechi Cerrotta ha dicho que…
Hola!! gracias a las/los que comentaron!! Firmen los comentarios así se quénes son (aunque ya me imagino quién es jaja)
Me encanta que por medio lectura puedan ver detalles de los recuerdos!!
Besooo

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